Queridos sacerdotes y seminaristas;
Religiosos y Miembros de la Asociación de fieles Providencia y demás asociaciones apostólicas de laicos; Hermanos y hermanas:
Concluye hoy con esta solemne celebración eucarística el Año Jubilar Teresiano, un año de gracia que el Papa Francisco tuvo a bien concedernos a las Iglesias de España, con motivo del V Centenario del nacimiento de la santa doctora de la Iglesia Teresa de Jesús, reformadora del Carmelo y gran impulsora de la reforma de la Iglesia en el siglo XVI.
Llega así a su término un año lleno de iniciativas teresianas que han puesto de relieve cuánto debe la Iglesia en España a la santa reformadora. Con su empuje espiritual y su personalidad de mujer consagrada de extraordinarias cualidades, santa Teresa de Jesús atrajo a muchos al compromiso en favor de una honda y sentida reforma de la Iglesia, que tenía en la reforma de la vida religiosa una muestra singular pero sin limitarse a ella. Santa Teresa miraba a la entraña de la fe y en ella era Cristo Jesús, el Esposo del alma y de la Iglesia, aquel a quien hallaba. La mística de Cristo movía todas sus empresas, capitalizando todo el amor de que ella era capaz, con un corazón por entero indiviso. El amor de Cristo centraba todo en su vida, dando sentido a todas sus acciones y al mismo tiempo impulso y audacia. Este fue el secreto del éxito de sus fundaciones, a pesar de las dificultades que hubo de padecer y de los malentendidos de los que fue víctima, y que le ocasionaron no pocos sinsabores.
Santa Teresa vivió una honda conversión a Cristo y a su amor consagró una vida vivida en radicalidad evangélica, pobre y desprendida, por entero centrada en lo único necesario: Dios, la única realidad suficiente por sí misma, fundamento de todo y que todo lo sostiene. Para santa Teresa sólo Dios basta, porque sólo Dios lo colma todo y a su margen nada puede tener plenitud alguna; y Dios, a su vez, no necesita justificación alguna que dé razón de la plenitud con que todo lo llena. Esta plenitud de Dios se ha revelado en Cristo, en su humana verdad, de suerte que es preciso transitar por la humanidad de Cristo para llegar a Dios y gozar de su plenitud de bien y de belleza, porque sólo Dios es la Verdad que da consistencia al mundo creado.
Lo comprendió así porque alcanzó la sabiduría que en Cristo le salió al encuentro hecha carne del Verbo de Dios. La sabiduría de lo alto abrió a santa Teresa el tesoro de la revelación que Cristo ha entregado a su Iglesia y ella descubrió que la humanidad del Hijo de Dios se prolonga en la Iglesia. Cristo extiende su humanidad en la carne de la Iglesia, que es su cuerpo místico. Siguiendo la mente del Apóstol de las gentes, santa Teresa veía la Iglesia como la plenitud de Cristo, que todo lo abarca y es el receptáculo de toda la humanidad redimida y regenerada donde es explícitamente confesado el señorío de Cristo sobre todas las cosas.
Por eso sentía con gran deseo la reforma que necesitaba la vida religiosa y la Iglesia de su tiempo, amenazada como estaba por el cisma y la herejía en tiempos particularmente convulsos. Tiempos que rechazaban la realidad sacramental de la Iglesia, mientras la santa reformadora veía en ella la presencia de la humanidad de Cristo, y era así como contemplaba a la Iglesia como la describe san Pablo en la carta a los Efesios: “plenitud del que lo acaba todo en todo” (Ef 1,23). Conoce las debilidades de la Iglesia, de su jerarquía y de sus miembros, de la vida religiosa y del laicado, pero sabe y así lo cree firmemente que la carne de la Iglesia es la carne de Cristo.
La sabiduría que convirtió santa Teresa en doctora de la Iglesia es don del Espíritu Santo. Es una sabiduría que da acceso a las cosas que Dios, sabiduría —dice Jesús en el evangelio que hemos proclamado— que el Padre “ha escondido a los sabios y entendidos y se la ha revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25). Dios ha llevado a cabo esta revelación descubriendo a los creyentes el misterio de Cristo por medio del Espíritu Santo que actúa en sus corazones, porque por sí sólo el hombre no puede conocer el designio de salvación universal que Dios tiene para la humanidad; y, por tanto, por sus solas fuerzas, el hombre no puede conocer a Cristo, en el cual Dios ha revelado su designio de salvación. Es el Espíritu Santo el que manifiesta a Dios dando a conocer a Cristo, que es el Hijo de Dios y que en él está la salvación del hombre. La sabiduría divina se le da al hombre a quien se le da el Espíritu Santo, porque “el Espíritu Todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios (…) Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios sino sólo el Espíritu de Dios” (1 Cor 2,10.11). Sin el Espíritu Santo no es dado al hombre conocer de qué modo ha sido agraciado por Dios en Cristo.
Santa Teresa lo entendió así y llegó a convertirse en “madre de los espirituales”, amoldando su vida a la mente de Dios, revelada en Cristo. No le fue fácil, como ella misma narra en el libro de la Vida, donde da cuenta de la trabajosa que fue para ella la victoria en materia de oración, clave de toda vida cristiana, piedra de toque de toda conversión verdadera, donde el trato con Dios se afianza como incompatible del trato con el mundo (cf. Vida, cap. 8, 1-4). La victoria de su conversión fue opción definitiva de amor por el Esposo del alma, que es el Esposo de la Iglesia, cuerpo de Cristo, con el que quiso configurar su vida para poder reformar la vida de la Iglesia en la misma medida en que ella se reformaba convirtiéndose a Dios sin componendas con el mundo. Supo por experiencia propia que el espíritu del mundo resiste al Espíritu de Dios y no entiende las cosas de Dios; porque “el hombre natural no acepta las cosas del Espíritu de Dios; son locura para él; y no las puede entender, pues sólo se pueden ser juzgadas espiritualmente” (1 Cor 2,14).
El siglo de santa Teresa fue un siglo para la reforma de la Iglesia, pero pudo serlo por la fuerza de la santidad que atrajo a Cristo a cuantos contemplaron la vida y ejemplar de los grandes reformadores católicos. Nacidos algunos de ellos en el último tercio del siglo XV florecieron en santidad y atravesaron dos tercios del siglo XVI llamando a la conversión y al cambio de vida. Abrazaron un ideal de santidad que sigue dando frutos ubérrimos en cuantos los imitan y ahondan en sus enseñanzas. Fue aquella una generación de santos, de cuyos veneros dimanan las corrientes de espiritualidad española que han alimentado la vida espiritual de generaciones. Son estas corrientes las que nutren la vida espiritual de nuestras Iglesias diocesanas.
A aquella generación de santos perteneció el que fue el santo Maestro Juan de Ávila (1499-1569), consejero de algunos de los más influyentes de ellos, entre los que se encuentra santa Teresa. Juan de Ávila avaló la experiencia mística de la santa como genuina experiencia de Dios, y ella daría testimonio de la pena de su separación mortal con sentidas palabras de homenaje, no tanto por lo que a ella hacía, ya que la muerte culmina la vida de los santos como definitiva comunión con Cristo en Dios, sino por la pérdida que para la Iglesia, en aquel tiempo rebelde, representaba san Juan de Ávila. Así quedó reflejado en el Libro de su vida de la santa: «Lo que me da pena es que pierde la Iglesia de Dios una gran columna y muchas almas un gran amparo, que tenían en él, que la mía, aun con estar tan lejos, le tenía por esta causa obligación» (Vida, cap. 24).
Hoy hemos bendecido una bella imagen de san Juan de Ávila, que ha sido ejecutada con gran maestría por la mano del artista por encargo de la Asociación de fieles «Providentia» a cuya generosa iniciativa se debe también la imagen de santa Teresa de Jesús que ha presidido las peregrinaciones a la iglesia Catedral durante este año jubilar. Estas han sido talladas por las manos del artista para que ambos doctores de la Iglesia ayuden a llegar via pulchritudinis, por la vía de la belleza, a Dios, supremo Bien y Belleza revelado en el hombre perfecto Jesucristo nuestro Señor, el más bello de los hombres, como dice proféticamente de él salmista. Es decir, para que por la vía sensible y espiritual a un tiempo de la belleza del arte plástico estos santos brillen como iconos de la santidad que de Dios procede y sigan hoy estimulando el seguimiento de Cristo de los fieles. Estos dos santos son patrimonio de la Iglesia universal y magisterio alimenta hoy como ayer a los discípulos de Cristo. Ambos son particularmente amados por órdenes de hombres y mujeres de vida en religión, por el clero español que invoca a san Juan de Ávila como Patrón, y por asociaciones de fieles de vida consagrada y apostolado laical, pero son sobre todo, iconos de santidad para el conjunto del pueblo de Dios que peregrina alentado por su ejemplo.
Quiera el Señor, como se lo suplicamos por intercesión de María y de santa Teresa y san Juan de Ávila, que a clausura de este Año Jubilar deje frutos de conversión a Dios y a Cristo, que se refleje en nuestras buenas obras, para que cuantos contemplen nuestra vida glorifiquen al nuestro Padre celestial, él único que es tres veces santo, fuente de nuestra santificación y vida eterna. Que así sea.
Adolfo González Montes
Obispo de Almería